Tanto el interior de un muro de drywall en obra como el oscuro y contenido cubículo de un baño eran espacios que frecuentaba para imaginar cómo aquel pequeño lugar era sellado y arrancado del mundo exterior conmigo dentro. Esa simple idea me daba paz mental.
Entraba y permanencia allí encerrado el tiempo suficiente para sentir esa paz, el tiempo suficiente para que no se percibiese mi ausencia en el mundo exterior. Ese mundo en el que me había obsesionado con mi carrera de arquitecto; con la idea de tener un gran nombre. Trabajaba, hacía estudios de maestría y tomaba clases de otros idiomas, todo en pro de eso, no de ser un arquitecto, sino de ser “El arquitecto”. Mi identidad, mis fuerzas, energías y pensamientos eran dominados por un intransigente ego contenido en esa simple expresión; “El arquitecto”.
Mientras esa expresión guiaba mi conciencia, el subconsciente era sometido por la angustia; el miedo a quedar sin dinero, el miedo a fallar, el miedo al fracaso, en silencio “El arquitecto” vivía en ansiedad. El miedo me abrumaba con frecuencia, en las ocasiones que asaltaba, le sentía subir por los pies, por las manos, llegar a la garganta, me cerraba la tráquea y la sensación de asfixia llegaba, era aquel el instante de ir a ese lugar identificado previamente; ese espacio cerrado y contenido, ese pequeño mundo, sin mundo al que podía correr a dejar de existir por un instante.
En ese momento en ese mundo sin mundo, recordaba las montañas que visitaba desde pequeño, recordaba esa región boscosa que se sentía como otro mundo, e imaginaba allí con mis dotes de arquitecto, una cabaña, en madera, simple y sencilla; que se levantaba a contemplar el mundo, sin ser parte de él.
Dibuje esa cabaña y mil versiones de la misma, cuando mi mente caía en abulia o agotamiento, inclinaba la cabeza sobre un papel, tomaba lo primero que estuviese sobre el escritorio y hacía garabatos de esa cabaña, de ese lugar.
Eran los bosquejos iniciales de lo que en aquel momento no tenía idea del proyecto que iba a ser.